La cultura oficial se jacta de su autenticidad. La palabra “identidad” se repite hasta vaciarse. ¿Pero quién la define realmente? ¿Qué espacio tiene aquí el arte incómodo? ¿Dónde están los cuerpos queer, los inmigrantes, los traumas que no caben en el discurso de la nación limpia, homogénea, orgullosa? La cultura lituana muchas veces no es cultura: es propaganda estética para los turistas o una fantasía que solo se cuenta entre cuatro paredes de galerías perfectamente iluminadas.
El problema no es que falte talento. Al contrario: Lituania está plagada de mentes lúcidas, manos precisas, espíritus inquietos. Pero demasiados artistas se autocastran para caber en la subvención, en la convocatoria, en el canon. Es una cárcel invisible: no te lo dicen, pero lo sabes. No hables de esto. No representes aquello. No molestes demasiado. Sonríe con barroquismo, que es lo que esperan. Canta, baila, borda, pero no grites.
¿Dónde está la furia? ¿Dónde está el arte que no busca likes, ni premios, ni aprobación institucional? ¿Dónde están los artistas que digan: “yo no quiero representar a Lituania”? Porque no todo arte tiene que ser patriótico. No todo artista tiene que convertirse en diplomático cultural.
Es cierto: tenemos una estética visual sólida. Hay una elegancia en lo lituano que seduce. Pero esa elegancia, muchas veces, es cobardía disfrazada. Detrás del lino y la geometría perfecta hay miedo. Miedo a incomodar, a señalar, a escupirle en la cara al pasado. Nos encanta el silencio, pero no cuando significa ignorar.
Tenemos una historia traumática, sí. Pero el trauma no se cura con canciones populares ni festivales de diseño limpio. El trauma se enfrenta con crudeza, con dolor, con fealdad si es necesario. El arte aquí necesita menos control y más vómito. Menos estética exportable y más verdad interior. ¿Dónde están las obras que se atreven a decir que esta nación también miente? Que también odia. Que también excluye.
La cultura lituana vive en una contradicción perversa: es profundamente sensible, pero también extremadamente contenida. Como una madre que te acaricia mientras te juzga. Como un país que valora la poesía, pero te exige que no la uses para denunciar.
¿Y el pueblo? ¿El receptor de todo esto? Muchas veces anestesiado. Muchos consumen arte como consumo visual, no como acto transformador. La culpa también es del sistema educativo, de los medios, de la cobardía institucional. La crítica casi no existe. La crítica real, quiero decir. Lo que tenemos son panfletos de marketing disfrazados de curaduría. Palabrería vacía. Acariciamos todo y rascamos nada.
Y sin embargo, aquí estoy. Hablando, escribiendo, sintiendo. Porque sigo creyendo. Porque me importa. Porque no me da la gana rendirme ante esta superficie bien peinada que se vende como “cultura nacional”. Porque si me sigo enojando, es porque todavía veo un fuego bajo las cenizas.
Lituania tiene todo para ser un epicentro cultural libre, crítico, brutalmente bello. Pero debe atreverse a perder el control. A desobedecer. A dejar de preocuparse por lo que piensan los europeos “de verdad”. A dejar de temer ser vulgar, sucia, salvaje.
El arte no es postal. El arte no es souvenir. El arte no es identidad de marca. El arte es cortarse por dentro y sangrar encima de la mesa, aunque nadie lo entienda. O precisamente porque nadie lo entiende.
Epílogo sin esperanza, pero con fuerza:
No escribí esto para gustarte. Ni para que lo compartas. Ni para que me llames a dar una charla. Lo escribí porque me duele ver cómo un país tan rico en alma sigue teniendo miedo de sí mismo. El arte lituano necesita menos validación externa y más traición interna. Necesita matarse un poco para volver a nacer.
No hay revolución sin molestia. Y si la cultura no molesta, entonces no sirve.
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